sábado, 20 de febrero de 2010

Te vas a acordar de mi



Ocurrió hace varios días, inclusive puede que haya pasado una semana. Yo también he perdido la cuenta del tiempo, para mí ya nunca más amaneció. Permanezco inmóvil en esas horas, como si alguna fuerza muy triste me impidiera dar vuelta la hoja.
En cambio tú te fuiste. Escapaste de esas horas y esas sábanas. Te fuiste para no volver jamás. Aprovechaste que te daba la espalda. Mi espalda desnuda a la que quizá le diste un beso y la rozaste por última vez. Quién sabe, tal vez no sea la última vez, de todos modos seré tu olvido más reciente, el último escondrijo de tu memoria.
¿No te acuerdas de mí? De mi nombre, de cómo nos conocimos, dónde. No te acuerdas de todo lo que me dijiste: de cómo me desnudaste sin quitarme la ropa y me besaste sin besarme. De lo que contaste renunciando a tu anonimato, aunque luego lo volvieras a recuperar y ahora ya no me sepas, no sepas ni mi nombre, ni los gestos aprendidos en la noche, ni los vicios, ni las debilidades, ni los sueños truncos. Nada.
Me resulta tan extraño tu silencio este momento. Esa noche no parabas de hablar. Hablabas tanto que temí no te fueras a callar nunca y no te decidieras jamás a sacarme de ese bar. Sacarme para meterme en el hostal que nos guiñaba el ojo desde la esquina. Pero seguías hablando. Igual por si las dudas yo había decidido irme contigo desde que te acercaste. Me dijiste entonces que esos cigarros mentolados que fumaba te recordaban a tu ex mujer, que ambos amenazaban seriamente con dejarte impotente. Entonces sacrificaste el buen aliento y te cambiaste a esos Bellmont que encendiste en no menos de diez ocasiones esa noche, para contarme tu vida pedazo por pedazo, desde el comienzo, incluso enseñándome una foto de cuando eras apenas un niño, en los brazos de tu padre. Del que era tu padre, porque había dejado de serlo. Esa fotografía que no sé por qué guardabas, que ahora guardo yo y que miro a veces para tratar de escuchar tu voz.
Dijiste que habías nacido en México. Lo dijiste con brutal melancolía, entre dientes. No hablaste más de eso. Tampoco dijiste mucho de Quito, ciudad a la que ya no regresarás, supongo yo, a desquitar la memoria, a vengarte de esas calles y de esas montañas que yo conozco por tus palabras. Porque tus palabras estaban llenas de montañas y calles apretadas y olores a orina. Entonces vuelvo a tu fotografía y adivino que la primera palabra que aprendiste a decir fue lejos. Estuviste siempre lejos, quizá ahora lo estés más que nunca. Tus ojos no cambiaron nada, mejor dicho tu mirada. La foto está tomada desde lejos, pero allí también está presente esa mirada con que me miras ahora. Esa mirada húmeda y ausente ya la tenías desde allí, eso no se te va. Será por eso que creo que me reconoces, que te acuerdas de mí.
Que estará pasando por tu cabeza ahora. Algo debes recordar, algo de lo que me contaste. Tal vez esa infancia que calificaste de gris, como México y Quito cuando se les da por llover. Como Madrid ahora que está lloviendo, como todas las ciudades del mundo cuando llueven. Infancia gris dijiste, porque recuerdas el traje gris de tu padre y los ojos grises de tu madre y ese gato gris que se murió prácticamente entre tus brazos. Yo no te creí esa parte, al menos que tus padres hayan sido tan infames como para acercarte a la muerte desde tan temprano. Quién sabe, de ellos tampoco hablaste demasiado. Sí mencionaste mucho a un hermano con quien no hablas desde hace varios años. Con el que jugabas fútbol en la puerta de un garaje, en el cemento, con una pelota desinflada.
En qué estarás pensando, qué ojos verdes se te vienen a la cabeza, qué cabello oscuro, qué nombre, ¿el mío? Puede ser. Aunque ese gesto de distancia con que miras me lleva a sospechar que tal vez podrías pensar en Andrea o en Ana, dudaste al decir su nombre. Yo también habría dudado, ocurrió hace muchísimo tiempo, cuando tendrías 15 o 16 años, no supiste precisar. Se llamaba Andrea, lo recordabas bien cuando mencionaste de la vez que le metiste la mano sin pedir permiso. Cosa que repetirías con Raquel tu ex mujer y que no repetías desde entonces hasta que creíste hacer lo mismo conmigo, sin saber que no necesitabas mi aprobación. No mencionaste más mujeres, como tampoco mencionaste más ciudades. No me contaste mucho más de tu vida, ni de las razones verdaderas que te trajeron hasta aquí.
Será que una vida realmente no se cuenta. Que una vida más bien son imágenes inconexas e inútiles tejidas con un hilo blanco imperceptible: algo como un álbum con fotografías en sepia que de ningún modo son la vida pero se le parece y por eso importan tanto recuerdos fútiles y no solo nuestro lugar y fecha de nacimiento y el de nuestra muerte. Será que por eso me contaste tu vida pedazo por pedazo y si yo hubiera contado la mía habrías visto un álbum similar. Qué poco se de ti y al mismo tiempo qué demasiado. Qué demasiado se puede saber de alguien que te cuenta que tiene miedo a los perros y a las alturas. O de alguien que odia el vodka y por eso lo mira con horror vertido en el vaso de la otra persona. Por qué tendrás miedo a las alturas, por qué mirabas mi vaso de vodka de ese modo. Puedo imaginarme varias cosas, mentir sobre tus razones. Pero qué derecho tiene uno a mentir sobre la vida del otro, aunque a mí no me quede otro remedio que hacerlo sobre la tuya, no me quede otra que especular sobre el rastro de ese arete en tu oreja o el anillo en tu índice o tus lentes. O sólo pueda suponer que estás en Madrid porque no puedes si no estar lejos de cualquier lugar y no por un trabajo que te habían ofrecido y que era un gran avance en tu carrera. Por qué no creer que odias tu trabajo en el cuerpo diplomático de tu país (¿Ecuador o México?) y que querías ser otra cosa. Futbolista, artista de cine, ingeniero químico, bombero.
Cuántas cosas habrás querido ser que no eres y que ya nunca no serás. Que no sólo has perdido al que fuiste sino al que no has podido ser. Qué no me perdiste a mí únicamente, sino a todas las mujeres que tuviste como a mí, a lado tuyo, fumando un cigarrillo, todavía desnudo, porque pensabas que un cigarro es el mejor after para todo en esta vida. ¿Pensarás eso cuando termines de hacerle el amor a otra mujer o a mi mismo mañana, la próxima semana o el próximo mes. Añorarás alguna vez fumar un cigarrillo a lado de esa mujer que no tuviste y que ya no sabes que no tendrás? Qué vacío profundo tu corazón este momento, qué tristeza ese rostro que no sabes que ha cambiado con el tiempo. Rostro que miro y me mira como se mira un cajón vacío, una casa despoblada.
Me miras sin saber por qué me estás mirando, por qué estoy aquí en frente tuyo y no sepas que la última vez que me mirabas viste mi espalda desnuda y mi silencio y mi sueño y no mi rostro ni mis pechos. Mis pechos que tomaste tres horas y media en decidirte a descubrir, mirar y asir para después olvidar. Mis ojos que nunca se cerraron ni antes ni durante y solo lo hicieron después cuando me quedé dormida y me apartaste de tu pecho exhausto. Será porque siempre necesitas estar lejos y en ese momento recordaste el día de tu boda y ese hijo que nunca tuviste con tu ex mujer. O si habrás recordado algo más absurdo, la final de un partido de fútbol que perdió tu equipo o una borrachera criminal en un bar de mala muerte o una banda de rock.
Qué lástima que no conozcas ni tu nombre ni tu apellido ni a tu equipo, ni a ese bar ni a tu banda preferida de rock. Qué lástima me da saber que no recuerdas nada de tu vida, porque tu vida desapareció según me han dicho toda esta semana los doctores. Desapareció al desaparecer tu memoria. Y qué peso terrible en mi cabeza saber que puedo ser la única persona en el mundo que tenga lo último que fuiste, porque estás lejos aunque ya no sepas ni siquiera que significa estar allí.
Qué desgracia que te haya pasado esto, que tu vida haya abandonado el gris y ahora sólo exista en el blanco de este cuarto de hospital, en el blanco de esas enfermeras y de esta luz blanca que cae sobre nosotros. Qué desgracia saber que no te vas a acordar de mí por más que se luche con ese brutal hematoma que te hizo ganar una amnesia irreversible y blanca y no una muerte negra que deseé cuando descubrí que te habías marchado. Muerte negra que sería quizá mejor, que quizá habría llegado de haberte acribillado un autobús y no una raquítica motocicleta, que fue suficiente para que dejes de acordarte de mí y de cómo nos conocimos, dónde. De todo lo que me dijiste y contaste sobre ti, hace ya varios días.

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