sábado, 20 de febrero de 2010

Guillermina



Me parece increíble que volvamos a hablar, después de tantos años… Sí, ya pasan de veinte. No, no estoy reprochándote nada; acaso que no pudimos despedirnos entonces.
¿Recuerdas? En aquella época México vivía su segundo mundial de futbol. Yo acababa de entrar a la vocacional, era burro blanco del Poli como todos los de la rama materna de la familia. Iba a cumplir los dieciséis cuando te diagnosticaron el cáncer. Vagamente comprendí que tantos años de aguantar al abuelo, de agachar la cabeza y tragarte el coraje no habían pasado en balde.
Como para no desmentir a los médicos, de la noche a la mañana te brotó una bola en el cuello del tamaño de una lima pequeña, como las que crecían en el patio de atrás de tu casa, aquella casa de Tonatico tan soleada, toda de madera y ventanas enormes, donde pasábamos las vacaciones. Quizá tantos años bajo el techo de asbesto también te afectaron. O quizá fue el irte; no querías dejar tu casa de México, pero no querías contradecir a Eduardo.
Llegó el año siguiente y tu primera cirugía. Tu sonrisa y tu enorme cicatriz parecían decir que las cosas irían bien. Pero ya era tarde. Pronto nació otra lima y creció con rapidez. Yo recuerdo que por entonces no hablábamos mucho, como si estuviéramos en otra frecuencia: quería contarte como iban las cosas en la escuela, con las chicas, con aquellos edificios grandes, grises y fríos, hechos para albergar a decenas de generaciones de alumnos. Pero la adolescencia es un ruido, ni oyes ni te oyen.
Los esfuerzos familiares se fueron sumando. Dinero, siempre el dinero. Empezaron las radiacio-nes. Una peluca sustituyó tu hermoso cabello de plata ondulada. En tus ojos azules se leía angustia, más que miedo, como si preguntaran quién iba a cuidar de tu familia. Siempre mirando primero por los demás, Guille Garza.
Y en efecto, empezaron a ocurrir pendejadas. Tío Eduardo llegaba borracho a hincarse en tu regazo y llorar. El abuelo se movía como una sombra. Sus órdenes, bajo las que crecimos todos, parecían inútiles. Cuando te habías ido para Houston se embriagó y empezó a soltar groserías. Tuvimos que acostarlo porque andaba como un ciego orinando en el jardín. Nunca lo había visto así.
Así que todos hicieron un último esfuerzo. Como si fuera una apuesta segura, vendieron coches, pidieron prestado, sacaron del banco sus ahorros para que hicieras ese vuelo a gringolandia. Entonces descubrimos que no tenías pasaporte, ni documentos de identidad, porque siempre viajabas con el abuelo. En el país que recorriste tantas veces no hacía falta que te conocieran, bastaba con saber quién era él.
Estuviste allá como dos meses. La medicina gringa no te hacía mucho efecto, a decir de las llamadas que recibíamos cada tarde. Lilia, tu hija, se había ido siguiéndote. No entiendo cómo le hicimos mi papá, mi hermana, quien lleva tu nombre, y yo para sentarnos a cenar todas esas tardes.
Más o menos recuerdo que lo demás iba bien. La huelga del Politécnico logró sacar a los porros. Participamos en varias marchas; alguna vez nos detuvieron por bloquear la avenida Insurgentes y pasamos una tarde en las celdas de la delegación. Como éramos más de cien, no nos arredramos y la pasamos cantando a gritos por horas hasta que nos soltaron y los compas que estaban afuera, a la entrada del Congreso, nos recibieron con un aplauso de héroes.
Pero ni eso, ni Margarita, la nueva novia, calmaban mi ansiedad. Sus labios y sus pequeños pechos tan tiernos, que recorría como leyendo en Braille me aplacaban, aunque sería mejor decir que el deseo se montaba sobre la pena. Espero no turbarte. Se que nunca hablamos de esas cosas, nunca tuvimos tiempo y además, había un abismo moral que nos imponía callar, pero me hubiera gustado conocer tu opinión sobre ella.
Finalmente volviste. Cómo quisiera no acordarme. Terminaba el primer mes de un año fatal para el país cuando para nosotros todo fue correr y correr, lágrimas, desesperación y sentimientos mal disimulados.
No nos despedimos. Sólo eso te estoy reprochando. Ahí estabas, acostada, calva, sostenida en algo así como la vida tan sólo por el ritmo del respirador. Entubada. Y ese sonido que metía en tu pecho, de manera mecánica, un aire que ya rechazabas. Sólo ese sonido se quedó. Alrededor todo era silencio. Me parecía que me había quedado sordo, como por una explosión.
Poco tiempo después te desconectaron. No recuerdo muy bien los detalles de tu funeral. Solo que los tíos —tus yernos y cuñados— se pasaron el tiempo contando chistes en ese velatorio gris rata. Cómo los odié. Tampoco me uní a los rosarios; Por ese entonces no tenía ya ningún dios a quien rezarle.
Conservo la imagen de Eduardo durante tu sepelio. De un solo golpe ese joven abuelo, con quien había yo trepado los cerros de Tenancingo y sembrado zanahorias en el huerto, había envejecido diez años. Fuerte aún, nunca se repuso, pero nunca volvió a mencionarte. Te sobrevivió ocho años y tres embolias. Antes de la última ya no fue capaz de hablar. Pensé verlo aquí contigo. Mi único remordi-miento con él fue que peleamos mucho por cosas tontas. Ah, también el hecho de que murió una tarde justo cuando Mariana y yo terminábamos de hacer el amor. Pero bueno, yo no podía saber que iba a pasar así.
Ya está por demás contarte como se descompuso todo después. La familia se cuarteó. Mi padre y tu hijo Eduardo pelearon a golpes; hubo amenazas con pistola y acabamos poniendo un muro entre las dos casas contiguas. Nada volvió a ser igual. Creo que se nos terminó la inocencia. Pero no hablemos de cosas tristes. Ahora que despierte comienzo el relato. Lo único que jamás podré fijar con letras es tu risa, esa risa breve que soltabas después de mostrar tu agudísima inteligencia con frases de doble y triple sentido, sarcástica osadía que tardábamos en comprender del todo. No importa. Esa risa me la guardo para mí solo.






RAMÓN MEZA ROSALES
Enero 2010

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