miércoles, 30 de marzo de 2011

el tiempo de una tesis. como no morir en el intento.

El libro de derrida -libro que deberíamos leer todos los que nos atrevemos a escribir (sobre todo un trabajo académico)- me dejó una cosa clara: escribir una tesis, en ninguna medida, es dar un paso hacia adelante. claro, ha sido percibida como ese paso, quizá como ese paso fundamental, sobre todo en algunas disciplinas más orientadas hacia la investigación (en otras ha sido casi siempre un amargo requisito y una frontera). Es el primer gran trabajo, donde pones en juego no solo una determinada acumulación de conocimientos, sino las diferentes operaciones y mañas que has incorporado, puesto en funcionamiento e, incluso, malentendido y tergiversado, a lo largo de miles de hojas, clases, y horas de profundo pajazo mental. Me he sorprendido a mí mismo pensando en que Bajtín, con muy mala leche, arruinó buena parte del capítulo sobre género literario en la obra que estoy estudiando. Y me he sorprendido en las situaciones más insospechadas, sobre todo cagando (esa, por supuesto no es tan insospechada), pero sí mientras salía de bielas con un pana, veía un partido de la liga en internet, corría desalmadamente por un retraso o me robaban. O cogía.

Algún profesor me dijo alguna vez que los trabajos y ponencias, los resúmenes y las anotaciones en las clases, deben estar dirigidas hacia esa tesis final. Que siempre debes estar pensando en ella, como en un mal presentimiento.

Quizás tenía razón, y quizás la tiene, lamentablemente es muy tarde para empezar a hacerle caso. De cualquier modo, no tardas en pensar todo el tiempo en ella, en ver como va naciendo, como va tomando forma, y se engorda (o no), como dentro de ella las palabras dialogan y discuten. Nada del otro mundo, pones a funcionar signos y cifras que adquieren significados, a veces más significados de los que quisieras darle. Y sin que te des cuenta has dado a luz a una criatura ingobernable que se vuelve en tu contra. Algo como las arañas esas que se tratan de comer a su madre (y se la comen).

Pero qué tiene de especial, por qué tanto sufrimiento, tantas horas sin dormir, de comer mal, de fumar más de lo que tu pulmón te permite. Por qué escribir una tesis si sé (sabemos) que es muy probable que termine comiendo polvo en alguna biblioteca anónima, en una biblioteca que quizá hoy tiene un nombre y un rostro (porque pasaste muchas horas ahí) pero mañana lo olvidarás; que tiene una forma, y de la que conoces sus pasadizos, pero en la que después te perderás, necesitarás una brújula o un arma. En el fondo, he pensado, nunca te vas de las bibliotecas, te conviertes en un libro (uno malísimo), en ese libro que probablemente nadie leerá.

La respuesta es fácil pero se dificulta. Escribes una tesis porque sino, no te gradúas. Preferiría salirme por la tangente y definitivamente admitirlo. La escribes porque quieres regresar a tu país o ir a la yoni o al df a donde sea pero irte.

Pero todavía soy demasiado romántico. No puedo admitir que mi tesis será otra cifra de la biblioteca de Babel, un signo más, un signo en una lengua que poco a poco fuiste inventando pero que está por convertirse en polvo. Entonces busco en los dioses las razones, me digo, y creo ir encontrando una respuesta.

Escribes porque te angustia el silencio. Pero la angustia no es un miedo, es siempre un presentimiento, una intuición. Te angustia el silencio porque no puede ser dicho, y lo que no es dicho no existe. Si te callas corres el riesgo de no existir. Ahí me acuerdo del certificado de existencia de Benedetti y sonrío, con pavor. Nuestra existencia se juega en los documentos, en la música del lenguaje que es la partitura del tiempo y de la muerte. Si tenemos derecho de existir escribimos.

Pero la escritura no debe, no puede ser, un eco de la existencia: es la existencia misma. Derridá dice que se debe escribir en la escritura. Y esta sentencia debe ser entendida más allá de la ya acabada noción del arte por el arte. Escribir en la escritura es colocarse en un intersticio donde el silencio se convierte susurro. Allí la angustia termina o se docifica, o se convierte en esperanza: presentimiento o intuición.

En ese sentido morir en el intento es lo mínimo que se te puede pedir cuando escribas. Si es posible vivir en la escritura, también es posible desvanecerse allí, y enterrarse. Hay que morir siempre un poquito cuando se escribe, aunque escribas una tesis: asesinar al sujeto, al intelectual al escritor, como diría Vila-Matas en un artículo precioso: "para escribir hay que dejar de ser escritor." Solo si cancelamos la blasfemia de la objetividad, de las metodologías infalibles, de las certidumbres rígidas, los esquemas de hierro y las estructuras, es posible morir en el intento.

martes, 1 de marzo de 2011

Desmitificando el western, True Grit de los Coen



Los Coen nos regalan un western donde la mayoría de disparos no perforan a su objetivo. Quizá el verdadero western funcione así, o mejor dicho, no funcione. Es un film gemelo de Burn After Reading, donde el absurdo y, en cierto sentido, el fracaso dirigen la marea de la acción.
La obra es desconcertante desde el principio, desde el epígrafe extraído de los proverbios bíblicos “Los malvados huyen cuando nadie los persigue.” Desde allí se puede intuir que estamos a punto de ver una película sacrílega, pero la realidad es que, como en No country for all man, los Coen llevan el tema religioso hasta el límite, hasta un lugar donde Dios o la muerte, se convierten en otra cosa. Este no es un tópico menor, puesto que la historia se desarrolla en el medio oeste de los Estados Unidos, quizá en un mundo cercano al Yoknapatawpha de Faulkner.
La historia empieza con la voz de una mujer que va a contar su historia: “la gente no da crédito a que una joven niña pudiera salir de su casa en tiempos invernales para vengar la sangre de su padre.” La niña es Mattie Ross (Hailee Steinfeld) una muchacha de largas trenzas negras que recuerdan a Dorothy en el Mago de Oz, una Dorothy que sabe como armar cigarros y montar a caballo. Esa aventura que la joven de catorce años está a punto de vivir, está invadida por personajes míticos, por criaturas que no existen o no son concebibles sino solo a través de la imaginación.
En su camino Mattie se hace de los servicios de una de estas figuras: Reuben J. "Rooster" Cogburn (Jeff Bridges), un legendario Mariscal con el “temple de acero” que la protagonista necesita para su empresa. A medida que se desarrolla la película, caemos en la cuenta de que su título es irónico, plantea una ironía que, por otro lado, está sostenida desde un inicio y que no se apagará hasta el final. Esta consistencia puede convertir la aparente historia de aventuras, en una epopeya quijotesca, que no carece de un disparatado sentido del humor y momentos de tensión cercanos al thriller.
Estos personajes míticos, que incluye un Ranger de Texas (distante, muy distante de Chuck Norris), encarnado por un cada vez más fino Matt Damon, completan el paraje de lo que se va convirtiendo, en una persecución policial, cuya acción no consiste en el movimiento sino en la quietud y el angustiante silencio. Es una persecución que no va detrás de la justicia o del orden, de hecho, estos valores se van descomponiendo, solo para reinventarse. El motivo es que los personajes están fuera de sus límites, han traspasado la frontera, están lejísimos de su hogar. Ese nubloso territorio de Arkansas que es, además, extranjero pues pertenece a los indios, cambia a los actantes, los lleva a enfrentarse consigo mismos, con la parodia de existir.
Esta es una estrategia ya conocida de los Coen: descolocar a sus personajes, llevarlos a un terreno desconocido y, con frecuencia, inhóspito. Al hacerlo, los hermanos también descolocan el western, como lo hicieron antes con la comedia y la película de espías, lo logran esta vez con el género que John Ford inmortalizó el siglo pasado.