viernes, 14 de mayo de 2010

La traigo muerta


La traigo muerta.
1.
Cómo se oculta lo que uno hace, por error o por azar o premeditadamente, sin dejar registros, ni pistas que le incriminen. Cómo ocultar por ejemplo una carcajada cuando una señora muy gorda cae redonda sobre la vereda, dejando ver sus monumentales pompas por los aires. O cómo disimular, para ser más simples, esa mirada en la boca de alguien que come en frente nuestro, con un residuo de carne atrapado entre los dientes. Cómo se esconde, cómo saber cuando uno debe retirarse, desaparecer sus acciones sin que nadie lo notase. Siempre dejamos rastros físicos de lo que hacemos, por más efímeros que sean. Nuestro cuerpo siempre nos traiciona, ya sea en un ascensor lleno de gente donde no podemos contener un gas o con las huellas digitales que se dejan en la escena del crimen. Todo esto pensaba en el camino hacia la casa de Julián que seguramente no sabía que me dirigía hacia allí en el auto que le había robado a mi madre, calculo que por unas horas.
Incluso en este auto, en este espacio minúsculo, quedaban rastros de algo, de algún pecado o algún antojo. Habían regadas unas migas que la implicaban en el consumo de un sándwich o algo parecido. Y era una imagen tan poderosa, tan inquietante en esos momentos, que no hacía sino crear preguntas en mi cabeza: de qué era el sándwich, dónde lo compró y si estaría tan hambrienta como para no esperar llegar a casa y prepararse uno. Entonces la imagino comiendo desaforadamente, atragantándoselo, quizá regando la mayonesa en la servilleta y manchándose las manos. Comiendo con la boca abierta y cerrando los ojos, mezclándolo acaso con una Sprite para que el condumio no resulte tan rígido y pase mejor, pero al mismo tiempo desbordando ese bolo, lleno de saliva, refresco, jamón, mayonesa y pepinillos por los labios, sin advertir que desde el carro de adelante le mira un niño feísimo y pecoso y pelirrojo que se deleita con un moco recién salido de la olla en respuesta al goce de mi madre.
Cuando vemos algún rastro, o lo sentimos u oímos, siempre nos preguntamos por ese pasado que nos está negado, por ese presente que no vivimos porque estábamos viviendo el nuestro en otro lado. Es inevitable. Incluso cuando vemos las indudables huellas que tiene una cama sobre la cual dos o más acaban de hacer el amor. Esas camas presentan un aspecto similar a un libro que ya ha sido leído. Que alguien ha pasado por esas sábanas y esas hojas está fuera de toda duda, y nos preguntamos, incluso contra nuestra voluntad, como habrán sido los desdoblamientos, los griteríos y las acrobacias. De quién sea, incluso si la persona incriminada es el padre, la prima o también la amada. No importa. Siempre nos estamos preocupando cómo fue, cuáles fueron las propuestas, los preludios y las complicidades. O cómo fue ese silencio de antes y el de después. O la mirada, la sonrisa y el suspiro. Por eso hacemos hasta lo imposible por borrarlo todo, porque nos parece horroroso que alguien mire ese presente que no le correspondía vivir y no lo vivió y que por eso mismo no podría soportarlo. Ese presente que siempre es horroroso o ridículo en la mirada de otro. O gracioso. También ese presente puede ser gracioso, incluso cuando su futuro implique una tragedia.
2.
Al llegar a la casa de Julián me estaba esperando afuera, como si hubiera intuido mi llegada. Como si tuviera algo muy urgente que contarme. Estaba sentado sobre las gradas de su casa fumando un cigarrillo larguísimo, como un cigarrillo que fumara Cruela de Vil mientras planea su próximo abrigo. Yo venía calmado, en la medida de lo posible, pero su postura me encrudeció los nervios. Bajé y le saludé sin darle la mano, tuve miedo de encontrarla temblando. O de que el descubriera mi mano temblorosa y entonces ambos entráramos en pánico. Hace mucho que intuíamos este día: el día que yo dejara para siempre a Mara.
Julián es mi mejor amigo. Ambos somos aficionados al fútbol, al cine y a una que alucinación. Hemos compartido días enteros frente a una televisión antigua que él tiene en su cuarto, viendo algún partido o alguna película, comiendo pizza de champiñones o space lasagna. Es buena mi relación con Julián, le cuento casi todo lo que me pasa y nos comprendemos. Así ha sido desde que somos niños y ambos vivíamos en el barrio. Compartimos gustos, alguna que otra mujer y algunos vicios. Recuerdo que cuando éramos chicos íbamos a robar pornografía en el Tower Records o Coca Colas en la tienda de la esquina. Más que amigos somos cómplices, cualquiera hasta podría decir que somos una pareja, y acaso lo seamos.
El caso es que me senté a lado suyo y sentí el temblor de su pierna, cada vez más riguroso, como si estuviera ajustando algo en su cabeza a partir de ese batir incesante. No hablamos por unos instantes y tampoco nos miramos, o procuramos no hacerlo, porque siempre se mira y se piensa a través de la mirada, a menos que seas Borges. Ese silencio que era más bien la sinfonía de las bocinas y los motores se prolongó lo suficiente como para que sea escandaloso e insoportable. Por eso, sin rodeos Julián llegó a decirme: “yo creo que deberías asesinar a Mara.” Esta proposición me hubiera alarmado de no ser por la respuesta que ya tenía rondaba en mi mente: “pues ya la maté.”
3.
La primera vez que salí con Mara fue también la primera vez que Julián salió con ella. Fuimos a tomar cerveza en el Barbudo que es de esos lugares con ofertas obscenamente convenientes para jóvenes vagabundos de la vida. Vagabundos a sueldo, claro está, porque gastábamos en cerveza lo que nuestros padres nos daban para libros. A mi Mara me deslumbró en seguida. Tenía una mirada de ron en noche romántica. La mirada le olía. Aunque es cierto que era un olor que al ir aterrizando a mi nariz (también romántica, pero por ser del siglo XIX) declinaba, o enmudecía. Nunca voy a olvidar la sonrisa de Mara, era más hermosa de lo que se puede humanamente soportar. Una sonrisa que te daban ganas de arrancarte algo de muy adentro, pero que al mismo tiempo era irónica, como si cada cosa que le hiciera reír estuviera por debajo de su sentido del humor. Esa sonrisa fue la que me enamoró de ella. Y cómo se tocaba el pelo en un gesto casi automático, pero premeditado, como si supiera del demonio que crecía dentro mío mientras se lo recogía.
A Julián le pareció que simplemente tenía las orejas demasiado grandes.
Creo que eso fue, algo entre su sonrisa y sus orejas lo que creaba esa diferencia de opiniones entre Julián y yo. Creo que por eso Julián la odió desde un principio y yo la amé. Y sin embargo, a pesar de que yo sabía que Julián odiaba a Mara le contaba todo lo que hacía con ella. De las primeras proezas sexuales en las camas apretadas de un hostal de la zona, o en el baño de un bar, o en el auto de mi madre. Julián me escuchaba sin decir palabra, sin desearla, sin preguntarme mayor detalle de si usé condones o no. Estos relatos a Julián no parecían molestarle demasiado, casi podría decir que no le importaban. Hasta que un día, alguna vez que nos emborrachamos afuera de un partido de la Liga, se horrorizó y casi empalideció cuando yo le dije, “la traigo muerta.”
Y la traía. Era cierto que la traía. A medida que pasábamos tiempo juntos yo notaba esto cada vez con mayor preocupación. Esta mujer de repente había entrado en mi vida de maneras insospechadas y desmesuradas. Al cabo de unos meses Mara había instalado su existencia en cada rincón de mi vida. Sabía cosas que ni Julián ni nadie más sabían y que yo no quería que nadie las supiese jamás. Porque siempre hay lugares que ojalá nadie nunca pudiera mirar ni indagar dentro de ellos. Es la ventaja del alma sobre el cuerpo. El cuerpo que tarde o temprano explorado por completo por los ojos o el tacto de otro que te indaga sin clemencias ni reparos. Incluso o peor cuando estás muerto. Sin embargo Mara se las había arreglado para habitar esos terrenos ambiguos e invisibles de mi alma. No sé cómo, no me lo puedo explicar todavía. El hecho es que la situación se tornaba a veces demasiado peligrosa para mí. A nadie nunca le conviene que otro sepa todo o casi todo o lo esencial de nosotros y Mara lo sabía de mí. Sabía más de lo que me convenía. Sabía por ejemplo que tenía problemas para masturbarme, soy zurdo, que tenía problemas para escribir, soy zurdo, y que a veces, cuando era diestro, también tenía problemas para hacerlo. Sabía otro tipo de cosas insignificantes, pero que son las que amoldan y hornean el alma. Porque lo que rige el alma no son las grandes cosas que nos suceden, son las que siguen sucediendo con el paso de los años y que no se van, que permanecen, aquellas pequeñas cosas diría Serrat, después de haber visto desnudo a Benedetti. Bueno esas pequeñeces nos persiguen y nosotros las perseguimos en un juego inacabable.
Ella las descubrió tal vez por esa sonrisa que era como un detective. Esa sonrisa capaz de sacarme cualquier tipo de información: el día que jalé coca por primera vez, o el de mi primera eyaculación. Y a veces cosas no tan graves, como mi gusto por la casa de Barbies de mis primas o mi llanto con la muerte de Mufasa en el Rey León. Llegó a saber a qué hora cago, que no me lavo los dientes por más de treinta segundos y que cuando la noche viene brava pienso que un delincuente vendrá a violar a mi madre. Yo le contaba todo este tipo de cosas y si no le contaba lo intuía, lo sabía de antemano. Nos encerrábamos en mi cuarto y a ella le bastaba mirar un detalle, la posición en que dejé mi reloj o mi billetera para saber cómo me fue tal o cual día. De repente se me ocurrió pensar que sus orejas no eran demasiado armónicas como creí, y que eran enormes, las orejas más grandes del mundo, como me había dicho Julián, y que además eran capaces de escucharlo todo, así no exista nada para ser escuchado.
4
Mi situación con Mara había ido demasiado lejos. No podría ir peor y había llegado el momento de dejarla. Julián, por supuesto, me aconsejaba, me planteó sus tácticas, tácticas que en el momento parecían inteligentes pero que no contaban con el ingenio de Mara. El día que se lo dije, propuse: “no puedo seguir a lado tuyo, amor, sabes demasiadas cosas,” ella respondió: ´”mucho más de lo que te imaginas.” La incomodidad se convirtió de repente en horror. Y su sonrisa subsiguiente convirtió esta situación horrorosa en desesperada. En su sonrisa había algo de amenazador y terrorífico. Algo que además parecía divertirle, como si se supiese victoriosa en el juego del abandono. El juego que perdí, precisamente porque no pude abandonarla. Esa amenaza que yo leí entre líneas fue tan eficiente que me prometí no volver a intentar la ruptura.
Traté de acostumbrarme por unos meses, tratando de olvidar lo sucedido, forzándome a olvidar ese momento y confieso que parcialmente lo logré. Había amagues de que la situación volvía a la normalidad hasta que un día al llegar a mi casa descubrí que todas mis cosas (mis libros, mis cds, algo de mi ropa) habían desaparecido. Pensé que un tipo demasiado necesitado me había tomado por su víctima y me había vaciado de pertenencias materiales. Pero al salir de mi habitación miré con horror que el resto de la casa estaba intacta, que nada había sido ni siquiera movido un solo centímetro. ¿Por qué? De qué se trataba este juego, quién me podría haber jugado semejante broma. Y claro, no podía ser nadie más que Mara. En seguida recordé que si algo todavía guardaba eran las cartas de Julián. Las guardaba en un rincón secreto de mi closet vaciado. Tras un pedazo de madera desprendible y disimulada en la pintura. Un vértigo infinito me impulsó hacia mi cuarto y comprobé que el escondite había sido descubierto.
5.
Mara ahora sabía todo. Absolutamente todo. Y aunque no lo hubiera sabido, sabía lo único que nadie debía saber. Que ni yo mismo a veces quería saberlo. A veces sí, cuando estaba con él. Mara antes no podía saberlo ni presentirlo. Eso lo sabía y me dejaba un espacio de libertad suficiente para seguir viviendo. Pero ahora que lo sabía, la solución solo podía ser una.
De modo que me robé el carro de mi madre una tarde y fui hasta su casa. Paré en una tienda de esas de barrio y le compré sus caramelos preferidos, para poner la situación en calma y fuera de toda sospecha. No sabía cómo lo iba a hacer. Debía ser perfecto, debía esconder, no sé cómo, mis intenciones. Pero era una tarea difícil si no imposible, porque ella adivinaba mis pensamientos y mis propósitos casi siempre. Me intuía. No había planeado nada, pero sabía que debía ser rápido. Quizá en la cocina con un cuchillo, quizá con una almohada o estrangulándola, qué se yo. La situación no estaba hecha para preguntarse cosas tan estúpidas, el punto era hacerlo y ya, librarme para siempre de ella, dejarla por fin.
Al entrar vi mis cosas en su cuarto. Ella estaba en un pijama que le quedaba genial. Lo admito me seguía gustando. Es más pensé en hacerle el amor una última vez. En ver esa sonrisa siniestra antes de que ingrese en su gesto definitivo. Pero el pensamiento se difuminó al notar las cartas regadas sobre su escritorio. Las malditas cartas abiertas violadas como niñas. Alcancé a mirar la caligrafía perfecta de Julián, pero no por mucho. No por demasiado porque sentí el peso de la mirada de Mara. No, no de su mirada, de su sonrisa claro, de qué otra cosa podría ser. La regresé la mirada más mentirosa que he dado en mi vida y le dije “hola mi amor, te traje estos Skytles que tanto te gustan.” Sonrió y se acercó, como dando por ganada una vez más la partida, diciéndome al oído: “eres un poco tontito mi amor, nunca te vas a librar de mi.” Tragué una saliva que debió ser de sangre y le respondí: “más te vale muñeca.”
En todo ese tiempo entre los brazos de Mara pensé en las mil maneras en que se podría matar una persona. Pero fue inútil, porque al acostarse ella se metió un caramelito, de esos que le llevé, matándose prácticamente ante mis ojos que la miraban en todo el esplendor de su ahogo. No recuerdo si hice algo para salvarla.
Y por eso estoy aquí con Julián y Mara. En un mirador de esos privilegiados que tiene Quito, tomando cerveza, con el carro que mi madre debe estar buscando, donde la traigo muerta.