sábado, 20 de febrero de 2010

Sofía.



Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana
- Javier Marías


Si he subido hasta aquí es para buscar a Sofía. Para adivinar los caminos que tomó y no pude seguir.
Pero aquí la noche entra en un suspiro helado y eterno. La ciudad me parece subterránea y lo es. Sueña sumergida bajo una niebla que no desciende, que sube. Sube hasta empañar estrellas. El puente tiembla como un ascensor antiguo. Mejor aún como una balsa. Por debajo, los automóviles pasan como tiburones. Allí, atino a encontrar en el bolsillo mi billetera y hallo la imagen de Sofía, pero no la miro. No te miro.
Entonces enciendo un cigarrillo. Me quedan solo tres. Me pregunto en qué gesto terminará la noche. En qué mueca detendrás la mirada. Tu mirada de fuego, como tu cabello, te lo he dicho, tu cabello que es como una garúa de chispas que queman tu cuerpo ajustado y valiente. Seguro esta tarde hizo en tu piel señales que ya no veré. Que no volverás a lavar. Igual que tu foto, que ya no admite otro balazo de ceniza y que finalmente condeno al asfalto, para que la humillen las llantas o la recojan y te miren, Sofía, sin que tú, desde allí o desde ninguna parte, puedas mirarlos.
Dónde andarás Sofía. Te he aprendido de memoria pero no he sabido adivinarte. Nunca supe que silencio viene después. Qué mirada. Amas los caminos imposibles y desmesurados. Las calles de tu barrio de luces apagadas. Hasta allá no te he podido seguir. Siempre existe algo que me detiene. Alguna señal, como un semáforo, que me obliga a detenerme y sufrir. A pensar en ti. Salvo que esta noche ni siquiera me animo a pisar la primera grada, la que quiebra el mutismo de mi cuerpo. De mis piernas y de mis caderas, de mis brazos, de mi mano y de mi índice. Y luego, al final, el de mis ojos. Créeme Sofía que me cuesta. Que pudiera quedarme aquí parado, mirando como el viento es consumido por el humo, soñando en tu cuerpo hasta que el mío se convierta en estatua, en lentísimo cristal.
Allí, entiendo que, por desgracia, no tengo alternativa, que nada está en mis manos. Que es necesario afrontar la noche para llegar a ti Sofía, para que amanezca.
Debo empezar a liberar los pasos, como un astronauta, y descender a la ciudad que está dormida y que no debo despertar. Aquí abajo todos andan así, envueltos en un silencio apocalíptico. Van pateando su mirada como a latas vacías. No confían en ningún horizonte, no los espera nadie. En cambio a mi me esperas tú. Por eso arriesgo con la cabeza levantada, para mirar mi destino, mi implacable destino y el tuyo Sofía. Ese que nos aguarda desde antes de encontrarnos. Desde ese día nos vemos mucho y hasta creemos reconocernos. Mejor dicho crees reconocerme porque yo ya te conozco. Sé de tus ojos, de tu boca, de esa sonrisa. Me contaron de ti tantas cosas que de oírlas suspirarías. Te quedarías callada. Después de unos segundos me mirarías entre enfurecida y miedosa. Porque sé de tus lugares, sé del cafecito al que vas a pensar en él. En donde despistas a la rutina. Ese rinconcito de la ciudad en que sólo perteneces al arrebato y en el que, sin que te vean, sonríes Sofía.
Hasta allí he podido seguirte. Hasta el cafecito confidente de la Robles. Al que bajas, al que has bajado como se baja al infierno, a tientas, aunque conozcas sus nueve escalones y su oscuridad y su luz de diamante en el final. Allí he ido descubriendo tu imagen completa. Desde esa mesa que siempre buscas, que nunca puedes evitar. No puedes evitar mirarme, nunca lo has hecho. Ese momento es instantáneo, pero allí te he dicho muchas cosas que no logro comprender completamente, porque se quedan en mi cabeza atrapadas, sin ninguna opción de escapar y tocarte. A veces pienso que me escuchas de algún modo, pero nunca entiendo lo que callas. Nunca entiendo la tristeza en la que caes, como si presintieras un desenlace fatal, guardado en mi mirada, como un puñal o como una bala.
La memoria me asalta en cada esquina. Tu imagen que se va quedando atrás, pertenece a otro tiempo y, sin embargo, se agranda en mi cabeza. Cómo me duele pensar en tu rostro mañana. Imaginar tus ojos cerrados, tu boca cerrada y tus manos abiertas. Tu hermosura Sofía duele, duele en algún órgano que me nació últimamente, a un costado del corazón. Cómo será tocar los pasadizos de tu carne, sentir tu sangre caliente, tus piernas. Esas piernas que dejabas mirar por culpa de tus faldas. Esas faldas que no me están destinadas y que son culpables de todo esto, de todo esto que me está sucediendo y que no logro entender por completo.
Voy caminando muy a mi pesar, algo me arrastra por las calles. Me cuesta existir en estos minutos que son una cuenta regresiva. Y quiero detenerme en el lugar de siempre, frente al semáforo que está como un cristo, mirando hacia abajo, con su interminable párpado amarillo. Y quisiera quedarme aquí y no pasar esta intersección. Tengo miedo. Pero tengo mucho más miedo de encontrarte que de perderme en estas calles vacías. En estas calles que solo tienen nombres de muertos. Encontrarte Sofía, es igual a decir que todo terminó para ti y para mí. Porque no volverás al cafecito del centro ni yo volveré a buscarte. Y tampoco él. Él tampoco volverá a buscarte, porque no estarás en ninguna parte, excepto en mi. Ni siquiera en mí. En él, en ese otro que me obliga a caminar y que sabe los caminos y decreta nuestras suertes. En ese que me narra sin clemencias ni reparos aunque me da el derecho de existir, clavándome, como si fuera yo un toro, sus palabras y sus profecías, sus sangrientas banderillas. Yo no soy dueño de estas palabras Sofía, ni siquiera las quiero pensar, pero las pienso.
Ahora no tengo más remedio que fumar este cigarro, el penúltimo. Debo encontrar un último aliento, templar el pulso. Los tipos como yo no pueden darse el lujo de titubear en momentos como estos. A estas horas ambiguas debemos convertirlas en definitorias. Debes entenderlo Sofía, es mi deber ser este que soy, este que camina hacia a ti sin que lo sepas, sin que ni siquiera los sospeches. Por eso no me escuchas entrar en tu habitación, en tu cama para dos. Me acostaría a lado tuyo Sofía para mirarte toda la noche. Para ver como la noche se apodera de ti y tú de mí. Y luego me quedaría dormido esperando que al despertar esto que va a suceder no hubiera sucedido.
Pero sucedió y no me duele tu cuerpo de papel. Tus ojos cerrados no me asustan. Y por fin puedo tocarte, puedo mirarte de cerca sin tener ganas de meterme dentro de ti. Te arranco el collar, el reloj, me despido de ti Sofía, aunque ya no debería llamarte por tu nombre. Me alejo. Abro el tercer cajón del velador que está a la izquierda de tu cama y que evidentemente no es el tuyo, porque no se parece en nada a ella. Encuentro el dinero prometido y me levanto ágilmente. Camino la distancia hasta la puerta y la miro desde allí, y la recuerdo y no me estremezco.

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