Esta noche te llevaré una rosa, le sacaré las hojas que han ido perdiendo cierto verdes necesarios. Le extirparé las espinas. La niña que me vende la rosa sabe que voy a tu casa. Es gentil la tardecita, hay una dulce desesperación que se apodera de mi mano. Te llevo una flor aunque pareciera que tengo en la mano una granada. Algo que dijiste en el teléfono desciende sobre la vorágine de los automóviles. En secreto propusiste dulcísimas obscenidades, como si temieras que dios nos escuchara. De mi casa me fui lavando con mis mejores perfumes, de las calles traté de robarme la historia del mundo para contártelo cuando banderees un pañuelo blanco en señal de derrota. A esta hora el tráfico se amontona en angustias y en cansancios. Pero el semáforo también fabrica contraseñas. Que siga me dice y yo, cada vez más cerca de tocar el timbre de tu puerta para apoderarme del silencio a su interior. Pobrecita la gente, anda equivocada sin tu pelo, diría Juan. Tu pelo será el acertijo que trataré de descubrir más adelante. Tu pelo recogido en misterios con una bincha. Cruzar la calle es casi como ir resolviendo un secreto que no se ha roto desde hace siglos. Es mentira absolutamente todo, excepto el camino que finalmente me arrojará a tus brazos. Tus brazos. Un olor que aletea desde tu memoria más reciente insinúa mis soplidos erizando los vellos de tus brazos. Será lo primero que haga. Después te besaré como nunca. Nunca que en estos casos es el complaciente destino del siempre. Casi tropiezo con la vereda, no me avergüenzo. La torpeza de un cuerpo enamorado es el mayor honor al que podemos humildemente aspirar. ¿Habré tropezado contra un pedazo de ciudad, o contra vos? Esas trampas son una delicia en las que estoy dispuesto a caer indefinidamente. La boca anda caprichosa y por eso debo morderme los labios, es preciso entrenar a estos dientes que irán mordiendo tus endebles protuberancias. No me mirarás entonces. Solo me acariciarás la cabeza como a un perro desahuciado y luego masajearás mis orejas. Pero no me acelero, es igual de importante imaginar quién serás tú esta tardecita que anda pidiéndole dos minutos más de vida al sol. Imagino que la tarde se te habrá metido en las axilas y entre las piernas y en todas las esquinas a donde, dentro de poco, iré a cometer dulces fechorías. Cómo estarás vestida. Cuando me pidas permiso para ir al baño saldrás con el primer botón de tus blue jeans desabrochado. Entonces habrá anochecido. Yo habré tirado mi saco en el sofá dónde tantas veces se aventuraron mis labios. Pero esta vez iremos a tu cuarto. Las paredes debilitadas empezarán a transpirar todo el amor que iremos gritando. Tu lámpara será el único ojo abierto. Y las calles me siguen llevando, no camino sobre ellas. Serpentean en las plantas de mis pies los quince baches que son la cuenta regresiva hacia tu cuerpo.
En la mano te traigo una rosa y con el índice decidido aprieto el timbre 402 que es el número que me aprendí cuando aprendí a tocarte. Hace un tiempo largo que no respondes al timbre, como si lo hubieras olvidado. La puerta iba estar abierta por si estabas dormida y, sobre todo, para no tener que dar la cara a los vecinos que no podrán lidiar con mi felicidad. El guardia me mira desde la caseta, desamparado. Tiene el pito encendido en los labios para protestar por los carros mal parqueados y por las ausencias que abrazará en el frío. Hay algo de nerviosismo que suda desde la puerta de vidrio. Empiezan a temblar mis rodillas como si estuviera dentro de un campanario. Al frente de tu casa la panadería recibe el hambre como tú me recibirás en segundos. La gente en la fila de la tienda me mira porque no tiene a donde más mirar. Un hombre embriagado por la certeza de una mujer es un espectáculo ineludible de presenciar. ¿No quieres tú ser testigo de semejante espectáculo? Pero te demoras, no suena la gloriosa trompeta de tu timbre. La impaciencia también es un placer difícil de controlar cuando se tiene tus certezas. Encima me estorba la piel que se parece a una brújula ciega apuntando hacia el posible norte en donde estás esperándome. El ascensor suena como un monstruo que tiene ganas de dormir. El lamento lúgubre de las cadenas bajan como un pecado. Las puertas se lamentan al separar el eterno beso del abandono. Apareces con una especie de sonrisa que solo se puede explicar con un evento desafortunado. Tu llamada, como siempre, había sido mentira.
miércoles, 26 de agosto de 2009
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