viernes, 12 de marzo de 2010

Novela por Entrega. (todavía no hay título)

(A continuación voy poniendo a disposición de uds. lo que va siendo una novela en la que estoy trabajando, aquí los primeros tres capítulos que mejor dicho, son tomas, agradecería porfundamente sus críticas, sin son severas mejor)

1
Nunca se sabe con qué se puede encontrar uno si de repente entrase, por error o por azar, al mundo de un desconocido, sin que este último se entere jamás de esta invasión. Si por ejemplo entrase a su casa y pudiera indagar en su dormitorio, en sus cajones. O tal vez consiguiera descubrir sus escondites, donde siempre se puede uno encontrar con algo inconfesable: el recibo de unos preservativos comprados a última hora, una bolsa de cocaína o un arma.
Pienso en un ladrón que irrumpe una vivienda. La vivienda de un extraño que ha sido minuciosamente estudiado por el delincuente quien ha planeado el atraco de tal modo que consigue unas cuantas horas de preciosa soledad en ese mundo desconocido. Ese tiempo no sólo le bastará para cumplir a cabalidad con su trabajo, sino, también, para escudriñar en las profundidades de su víctima y descubrir sus secretos. Este es un acto tan involuntario como inevitable. El ladrón no solamente encontraría las joyas o el fajo de billetes, sino tal vez también una carta, un número de teléfono anotado al apuro. Todo esto último podría contener información que podría destruir a la víctima, mucho más que el atraco en sí mismo. Por suerte, y por lo general, el ladrón decide llevarse las joyas y el dinero e incluso podría llevarse una tostadora o un radio despertador, olvidando eso que miró, tocó, leyó o escuchó impregnado de información acerca su dueño. Estos objetos que podrían o no guardar un secreto íntimo, tal vez podrían guardar algo sin la mínima importancia. Lo cierto es que con frecuencia, seamos o no seamos ladrones, tenemos que enfrentar, queriéndolo o no, determinadas olas de información sobre las personas y tenemos que decidir qué hacer con estas.
Ahora mismo pienso en mí como ese ladrón, como ése que irrumpe la vida íntima de uno, pero que en lugar de decidir olvidar los datos obtenidos, decide escribir una novela con ellos. Pero pensar en mí como un ladrón sería ser demasiado duro conmigo mismo. De todos modos quedo absuelto por Pierre Menard. Digo que sería demasiado duro porque a veces uno no tiene la conciencia de estar cometiendo un acto delictivo. No se necesita ser ladrón o espía para saber de la vida de otro, de un extraño. Todos los días escuchamos, sin más, una discusión de una pareja en la fila del banco o en un restaurante. Recuerdo vivamente a Annie Hall y Alvy Singer en la fila para el cine. Ahora no he visto demasiadas filas para entrar al cine. Pero siempre se puede escuchar a una mujer en el bus hablando demasiado alto por el celular sin reparar en los oídos aburridos de los otros pasajeros, escuchándola confesarse con su mejor amiga o su hermana (con otra mujer, seguro). Y de repente todos en el autobús saben que la mujer va a dejar “al Ricardo” mucho antes de que este siquiera lo sospeche. Cuántas cosas que nos van a decir (y nos dicen) son interceptadas previamente por alguien completamente irrelevante: por los testigos que vieron el mortal accidente de tránsito o por el guardia de seguridad del motel. El caso es que la mayoría de las veces, al final, todos los pasajeros olvidan a la mujer que vocifera en el bus, la reducen a un comentario en cuánto llegan a sus destinos. Son conscientes de que haberse enterado de esta situación no es solamente accidental, sino, de alguna manera, ilegal. Un buen ciudadano olvida lo que escucha de su conciudadano, respeta su derecho a la privacidad.
2
Hace mucho fui por primera vez ese extraño. Ese ser convertido súbitamente en un potencial estorbo y hasta en un peligro latente.
Tenía 8 años y ya era un peligro latente. Había escuchado una conversación que ni la lluvia de puñetazos, correazos y patadas, pudieron borrar de mi cabeza.
Era una conversación entre mis padres. Yo había ido por un vaso de agua a la cocina cuando me detuvo el llanto de mi madre. Era un llanto mínimo pero agudo, tan fino que no traspasaba las paredes y las puertas, se les escapaba. Ese sonido me congeló el corazón y el paso, me impuso una pared invisible en el camino que me detuvo, me obligó a detenerme. Era la primera vez que la escuchaba llorar así. Sabía el llanto de mi madre de memoria, pero aquel tenía otros tonos, otros tenores y otros pájaros. Mi padre por su lado la regañaba de algo. Procuraba no levantar la voz. Digo que la regañaba pero tal vez la insultaba, había algo de grotesco en ese bajo que subía de decibeles a medida que me atraía hacia él. Debió ser por eso que subió de decibeles. Lo cierto, lo que importa, es que no toleré continuar con mi cometido pero tampoco tuve valor de regresar a mi habitación. Solo avancé hacia ellos como pude, guiado por la voz de mi padre y el llanto de mi madre, y por la luz que se escapaba por debajo de la puerta clausurada.
Debí haber pegado demasiado la oreja a la puerta. En realidad no puedo afirmar qué es lo que reveló mi presencia en esa oscuridad que a mis padres estaba negada con la vista. Esa oscuridad que no me correspondía habitar a esas horas y de la que creo recordar todavía invadiéndome como un espíritu diabólico o muy triste. Esa oscuridad que claramente les estaba negada con la vista pero no con la intuición, ni con los oídos. No tomaron demasiado tiempo en presentirme. Pero no fue lo suficientemente corto para que yo escuchara esa información que intercepté y que nunca debí haber interceptado. Esa información que, por otro lado, me lastimó tanto más que los golpes de mi padre desesperado por sacármela físicamente de la cabeza. Todavía puedo pararme frente a un espejo y practicar la mueca de horror de aquella noche en la que supe, en seguida, que existen cosas que es preferible no saber o no contar.
Nunca había hecho caso omiso de esa lección hasta la tarde de hoy.
3.
Maria Luisa es una de esas personas que vienen con mucha frecuencia al cyber del barrio. Tendrá unos 24 o 25 años, calculo yo. Lo verdadero es que viene al cyber no para imprimir algún trabajo para la universidad, ni busca pornografía como lo hacen varios adolescentes en las computadoras del último. Maria Luisa viene con otras intenciones. Hace algo mucho más exclusivo y más íntimo: revisa su e-mail.
A veces María Luisa puede quedarse varios minutos, incluso horas frente a la pantalla de seguro leyendo o escribiendo un correo electrónico. Sin embargo existen otras ocasiones en que le toma un minuto entrar al cyber, revisar su cuenta, pagar y salir. Eso que viene después del minuto es algo así como la tristeza de María Luisa. Una tristeza explicable tan solo con la existencia de un novio, o un enamorado que pelea una guerra al otro lado del mundo y cuyo silencio pueda fácilmente significar su muerte.
Pero esos no son los días que interesan de María Luisa. No por ahora. Ahora interesa la historia, no su silencio. Me interesan los días en que sí encuentra el e-mail de su amado, de ese hombre aguardándola todas las tardes en una pantalla de computadora de barrio. El responsable de esa sonrisa que no se le borrará a Maria Luisa por unas horas. No mientras continúe recorriendo con la memoria esas líneas como antes recorría su cuerpo y su cara. Esas palabras son eso: esa cara, ese cuerpo tragados por su relato.
Es muy probable que esta noche Maria Luisa no sueñe en él. Puede que cuando caiga vencida en el sofá de su sala, con la televisión encendida, ella sueñe con una pantalla de computadora en el cyber de su barrio. Allí no soñará con la voz de su amado o con sus manos o con su sexo. Soñará con sus palabras. Es posible para estas palabras, para esas frases lúbricas, tocar a Maria Luis, mirarla y hasta hacerle el amor. Pero Maria Luisa despertará sin él. Quién sabe a cuántos kilómetros de distancia. Qué país, cuánto tiempo. Y esa sonrisa de entonces que parecida sería a esta ciudad, a esta tarde típica de Quito en donde no se sabe si sale el sol o si llueve o si sol y lluvia copulan para dar a luz un arcoíris, como diría Benedetti si mirara a Maria Luisa. Porque esta mujer sonríe como un sol luminoso y tímido y llueve como un llanto su corazón. Sus ojos le acompañarán cuando ya no la vea nadie, cuando ya no la vea yo.
Pero es casi nada lo que puedo mirar desde aquí, sentado alado suyo, mirando su rostro según el reflejo avaro de mi computadora que apenas la enfoca y me la devuelve como una sombra. No es mucho lo que puedo saber de Maria Luisa, si es que en realidad se llama sí, tan sólo con esa instantánea contemplación de su entrada estrepitosa al cyber del barrio. Y nada puedo saber si esa sonrisa, si ese entusiasmo con el que lee está solo en mi cabeza y tan solo la supongo, y aún si existiera esta pudiera tener otras razones: una oferta jugosa de trabajo o un mail en cadena, insoportable, pero que ella considera encantadores, útiles en todo caso, para hacerla, justamente, reír. Y es muy posible que en realidad alguien le esté esperando en la heladería de la esquina o en el café de en frente o en su casa. Incluso es posible que la estén esperando dos, uno ahora, después de esto y otro más tarde y más lejos. Tal vez ese héroe de guerra es mucho más necesario para mí que para ella y es por eso que vine a este barrio del que no soy ni conocido ni desconocido. No soy de por aquí.
Sin embargo su entrada estrepitosa me alarmó, me salvó del silencio, de la página vacía. La vi saludando con familiaridad al chico que otorga una máquina a la entrada y este le correspondió con una señal aprendida de memoria, mecánica. Ese saludo me distrajo, esa voz reclamó la vista de todos los presentes. Las muchachas dejaron el chat y los pubertos detuvieron sus juegos. Ella no les correspondió con la mirada, a mí tampoco me miró. Pero yo la vi, la vi sentarse mecánicamente. Es posible que siempre usara la misma computadora y esta esté personalizada para su uso. Es posible que esa computadora ya tuviera algunos datos que ahorraran el ingreso a sus cuentas virtuales. Yo solo le ví escribir lo que parecía ser una contraseña, no la pude descifrar porque entonces, no sabía que la quería saber.

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