martes, 23 de noviembre de 2010

tokyo blues, la película

La primera vez que leí Tokyo Blues (norwegian wood) todavía no te había conocido. Faltaba poco para conocerte. Aunque lo cierto es que ya la tenía rondando en mi cabeza, como un mosquito o una abeja a punto de atacar. Porque la empecé a leer en la sala de mi casa en Kito. Me la bajé del internet. Las primeras hojas de la novela cambiaron para siempre mi vida, tanto como nuestras primeras conversaciones lo hicieron, y nuestro primer beso y el primer manoseo.

La leí casi de un bocado. Recuerdo que un amigo, de quien apenas puedo recordar su nombre, me acompañaba a mis usuales caminatas por el centro de la ciudad, que en realidad eran caminatas que no se dirigían a ningún lado, o por lo menos no lo hacían entonces, pero que tenían sus convenientes escalas en las pocas librerías que existen en Puebla. En una de esas escalas, creo que la primera que hice desde que vivo aquí, descubrí el libro mirándome. Casi acosándome, seduciéndome como una mujer o un arma. Lo tomé entonces en mis manos, en estas manos que tiempo después habrían de tocarte, y lo empecé a hojear, y no me pude resistir, lo compré finalmente. En seguida tuve ganas de agradecerle a mi amigo por su acompañamiento pues quería hundirle el diente a la novela (calientita, humeante, lista) lo más pronto que se pueda. Creo que así lo hice.

Dentro de poco me instalé dentro de esas líneas. Dentro de poco me enamoré de Naoko. La misteriosa joven que le pedía al personaje que no la olvidara nunca a pesar de que sabía que aquello era imposible. Dentro de poco acompañé a Watanabe por las calles de Tokyo tanto como él lo hacía conmigo por las calles de Puebla. Por las reverberantes calles de Puebla en las que me perdía sin más y sin que me importe, porque tenía bajo mi brazo la novela siempre expectante. En las mismas calles donde te conocí. Donde por primera vez nos vimos y nos conocimos para después despedirnos y alejarnos. Y donde también nos reencontramos tantas veces, en una hora inesperada y terrible, diría Bolaño.

De algún modo pertenecemos tanto a Puebla como a Tokyo. De algún modo somos al mismo tiempo la reproducción de Naoko y Watanabe tanto como ellos lo son de nosotros. Cuántas veces nos habremos transmutado, y no nos hayamos besado bajo un farol descompuesto en los Sapos y lo hayamos hecho bajo un paraguas en Tokyo. No sé hasta que punto no somos nosotros los personajes, y ellos, ellos los que por fin han escapado de un libro para caminar mirando a la distancia el Popocatepetl. Qué frágiles son los lugares, qué inexistentes. No estamos del todo en donde creemos que estamos, ni tu allá ni yo acá, ni ellos en las páginas, y nosotros en el aire. Ni ellos en la eternidad y nosotros en el minuto que se desvanece. Basta decir que el día que te conocí, llevaba ese libro en mi shigra, lo había acabado de leer en el bus que me llevó hasta ti por primera vez.

Por eso creo que no es mucho abuso pedirte que cuando salga la película, vayamos a verla juntos.

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