martes, 1 de marzo de 2011
Desmitificando el western, True Grit de los Coen
Los Coen nos regalan un western donde la mayoría de disparos no perforan a su objetivo. Quizá el verdadero western funcione así, o mejor dicho, no funcione. Es un film gemelo de Burn After Reading, donde el absurdo y, en cierto sentido, el fracaso dirigen la marea de la acción.
La obra es desconcertante desde el principio, desde el epígrafe extraído de los proverbios bíblicos “Los malvados huyen cuando nadie los persigue.” Desde allí se puede intuir que estamos a punto de ver una película sacrílega, pero la realidad es que, como en No country for all man, los Coen llevan el tema religioso hasta el límite, hasta un lugar donde Dios o la muerte, se convierten en otra cosa. Este no es un tópico menor, puesto que la historia se desarrolla en el medio oeste de los Estados Unidos, quizá en un mundo cercano al Yoknapatawpha de Faulkner.
La historia empieza con la voz de una mujer que va a contar su historia: “la gente no da crédito a que una joven niña pudiera salir de su casa en tiempos invernales para vengar la sangre de su padre.” La niña es Mattie Ross (Hailee Steinfeld) una muchacha de largas trenzas negras que recuerdan a Dorothy en el Mago de Oz, una Dorothy que sabe como armar cigarros y montar a caballo. Esa aventura que la joven de catorce años está a punto de vivir, está invadida por personajes míticos, por criaturas que no existen o no son concebibles sino solo a través de la imaginación.
En su camino Mattie se hace de los servicios de una de estas figuras: Reuben J. "Rooster" Cogburn (Jeff Bridges), un legendario Mariscal con el “temple de acero” que la protagonista necesita para su empresa. A medida que se desarrolla la película, caemos en la cuenta de que su título es irónico, plantea una ironía que, por otro lado, está sostenida desde un inicio y que no se apagará hasta el final. Esta consistencia puede convertir la aparente historia de aventuras, en una epopeya quijotesca, que no carece de un disparatado sentido del humor y momentos de tensión cercanos al thriller.
Estos personajes míticos, que incluye un Ranger de Texas (distante, muy distante de Chuck Norris), encarnado por un cada vez más fino Matt Damon, completan el paraje de lo que se va convirtiendo, en una persecución policial, cuya acción no consiste en el movimiento sino en la quietud y el angustiante silencio. Es una persecución que no va detrás de la justicia o del orden, de hecho, estos valores se van descomponiendo, solo para reinventarse. El motivo es que los personajes están fuera de sus límites, han traspasado la frontera, están lejísimos de su hogar. Ese nubloso territorio de Arkansas que es, además, extranjero pues pertenece a los indios, cambia a los actantes, los lleva a enfrentarse consigo mismos, con la parodia de existir.
Esta es una estrategia ya conocida de los Coen: descolocar a sus personajes, llevarlos a un terreno desconocido y, con frecuencia, inhóspito. Al hacerlo, los hermanos también descolocan el western, como lo hicieron antes con la comedia y la película de espías, lo logran esta vez con el género que John Ford inmortalizó el siglo pasado.
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